Las emisiones de carbono del 1% más rico de la población mundial son el doble de altas que las de la mitad de la población más pobre. Los países más ricos no están cumpliendo muchas de sus promesas para paliar el cambio climático. Y, aun así, muchos multimillonarios y otras personas de estatus social elevado siguen afirmando que los pocos recursos que nos quedarán después de ir destrozando poco a poco el planeta deberían ser para ellos. Esto es el ecofascismo. El nuevo “yo no soy racista, pero soy ordenado”. Una forma de intentar ocultar el reaccionarismo bajo una pátina de preocupación por el medio ambiente.
Una de las primeras personas en utilizar el término fue el teórico integral estadounidense Michael E. Zimmerman, quien lo definió como “un gobierno totalitario que requiere que los individuos sacrifiquen sus intereses por el bienestar de la tierra, entendida como la espléndida red de la vida, o el conjunto orgánico de la naturaleza, incluidos los pueblos y sus estados”.
Aunque, sin duda, una de las primeras personas en usar el término, y además defender el concepto, fue el ecólogo Garrett Hardin. En su ensayo La tragedia de los comunes, publicado en 1968, puso de manifiesto los problemas de la sobrepoblación, de un modo diferente a como se suele hacer normalmente. Es cierto que esta se puede convertir en un problema a medida que los recursos escasean.
Además, cuanto mayor sea el número de personas que habitan el planeta, más difícil será controlar las emisiones contaminantes derivadas de su actividad. Hardin decía que “la libertad de engendrar será la ruina de todos”. Pero sus propuestas no eran precisamente justas para la población. No hay más que ver que su trabajo se apoyaba en fondos donados por fundaciones racistas. Y es que eso es el ecofascismo. Una forma más de racismo que podría agudizarse a medida que lo hagan el calentamiento global y el cambio climático.
Ecofascismo en la ficción
A la hora de hablar de ecofascismo, podemos encontrar varias representaciones en la ficción. Por ejemplo, el chasquido de Thanos, el supervillano de Los Vengadores, es un claro ejemplo de ello.
Él se queja de la falta de recursos derivada del exceso de población. Por eso, en vez de intentar buscar una solución a esa escasez de recursos y a la forma en que pueden dañar a los planetas, decide reunir las gemas del infinito para hacer desaparecer a la mitad de la población con un simple chasquido. Esto ocurre de forma aleatoria. Pero, por supuesto, él no se encuentra en el bombo de su lotería particular.
Algo menos fantástico, aunque también procedente de la ficción, es lo que ocurre en No mires arriba. En esta película, dos astrofísicos intentan avisar del inminente peligro del impacto contra la Tierra de un cometa capaz de destruir a toda la humanidad. Intentan avisar a la población y los gobiernos, hacen apariciones en medios de comunicación y hablan con la presidenta de Estados Unidos, pero nadie les toma en serio. Todo lo contrario. Les consideran unos exagerados y ponen en marcha una campaña publicitaria dirigida a que la población no mire hacia arriba y, por lo tanto, permanezca ajena al acercamiento del cometa.
No obstante, paralelamente, la presidenta estadounidense y otros grandes magnates preparan todo para exiliarse a otro planeta, llegado el momento. Es una parodia que puede servir para criticar desde la indiferencia de algunos sectores conservadores hacia el cambio climático hasta el modo en que surgieron movimientos negacionistas del virus causante de la COVID-19 desde los inicios de la pandemia.
En definitiva, es una parodia demasiado real y también un ejemplo de ecofascismo. Cuando esas personas con recursos económicos excepcionales deciden salvarse ellos y sacrificar al resto del planeta, están aplicando un concepto que también definió Hardin: la ética del bote salvavidas. Si las cosas se ponen feas, solo unos pocos pueden salvarse, y esos terminarán siendo los que puedan pagárselo.
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